
El viejo Búho te cuenta un cuento
Cuando las letras hablan distinto

Hoy quiero compartirles un cuento que refleja un problema que persiste en nuestra sociedad: el desafío de conocer realmente a nuestros hijos, muchas veces por falta de atención o simplemente por desconocimiento de ciertos temas. Muchos, como yo, pasamos años sin que nadie detectara que teníamos dislexia, ni siquiera nosotros mismos, y cargamos con sus consecuencias toda una vida. Algunos hemos logrado superarlo, aunque con secuelas que nos acompañan; otros aún siguen lidiando con estas dificultades día a día.
Espero que este cuento les inspire a reflexionar y recordar la importancia de ver más allá, de escuchar y comprender profundamente a quienes nos rodean, especialmente a nuestros hijos.
Había una vez un niño llamado Eugenio que, aunque era muy listo y curioso, tenía una relación complicada con las palabras. Mientras otros niños aprendían a leer y escribir con facilidad, para él, las letras y los números parecían tener vida propia. En las páginas, las palabras bailaban, saltaban y a veces se desordenaban de manera que él no entendía. Le costaba mucho leer en voz alta, y la escritura le parecía un desafío interminable.
Sus padres, Juan y e Isabel, estaban muy ocupados con sus trabajos y quehaceres diarios, pero siempre habían confiado en su hijo, con tiempo y dedicación, encontraría su camino. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, él continuaba teniendo dificultades en la escuela. Su libreta estaba llena de letras cambiadas y palabras incompletas, y a menudo volvía a casa con una mezcla de frustración y tristeza, aunque trataba de no preocupar a sus padres.
En la escuela de Eugenio, su profesora, la señorita Clara, era conocida por ser una de las más comprometidas y apasionadas. Cada día llegaba con una sonrisa y se aseguraba de que cada uno de sus alumnos sintiera que era especial y único. Al notar que Eugenio siempre participaba en clase y tenía ideas muy ingeniosas, le llamó la atención que al enfrentarse al papel,y sus respuestas fueran tan diferentes. Clara notaba cómo él se esforzaba en escribir, cómo fruncía el ceño y se mordía el lápiz, buscando ordenar esas letras rebeldes.
Con esa intuición y profesionalismo que tienen solo algunos profesores, Clara decidió hacer algo más que observar. Un día, le pidió que se quedara un momento después de clase y, con paciencia, lo escuchó leer en voz alta. Para él fue una lucha, las palabras se deslizaban, cambiaban, y aunque intentaba darles sentido, le era muy difícil.
—Eugenio, he notado que tienes ideas muy interesantes en clase, y creo que eres muy bueno para entender las historias que leemos. Pero cuando intentas escribir o leer en voz alta, o incluso expresarte, parece que algo se interpone en tu camino, ¿verdad?
El bajó la mirada y, después de un momento de silencio, asintió.
—Sí, señorita. Las palabras siempre se mueven, o a veces se cambian de lugar…y cuando voy a pronunciarlas se cambian y me salen otras parecidas, pero no las correctas. Yo trato de entenderlas, pero es como si jugaran conmigo.
La profesora le sonrió con comprensión y le dijo:
—Sabes, creo que puede que tengas algo llamado dislexia. No significa que no puedas aprender, sino que tu cerebro entiende las palabras de una manera especial. Con ayuda, sé que puedes encontrar tu propio ritmo y que te sentirás mucho más seguro.
Decidida a ayudar, la señorita Clara pidió reunirse con los padres de Eugenio para hablar de lo que había observado. Durante la reunión, con mucho tacto, les explicó lo que creía que estaba sucediendo.
—La dislexia no es una limitación insuperable —les dijo—, pero sí necesita atención. Si le damos a Eugenio las herramientas adecuadas, podrá aprender a su ritmo y mejorar su experiencia en la escuela. Sería bueno que consultaran con un especialista para entender mejor cómo podemos apoyarlo.
Al principio, los padres se sintieron confundidos y un poco culpables por no haber notado antes las dificultades de su hijo. La señora Clara los tranquilizó, explicándoles que muchas veces, entre el trabajo y las responsabilidades diarias, es fácil no darse cuenta de estos detalles.
A partir de esa conversación, los padres de Eugenio se comprometieron a darle la ayuda que necesitaba. Buscaron apoyo en una terapeuta de aprendizaje que, con mucha paciencia y cariño, trabajaba con él en ejercicios de lectura y escritura adaptados a sus necesidades. En casa, su familia también comenzó a participar en su proceso, leyendo en voz alta juntos, creando juegos de letras y animándolo a aprender a su propio ritmo.
El proceso no fue fácil, pero cada pequeño logro era una victoria. Meses después, Eugenio ya leía con menos dificultades y cada vez se sentía más confiado en clase. Poco a poco, entendió que sus dificultades no lo hacían menos inteligente ni menos capaz, y aprendió a sentirse orgulloso de su esfuerzo y de sus avances.
Gracias a la atención y cariño de la señorita Clara, y al apoyo de sus padres, descubrió que su camino de aprendizaje era diferente, pero que eso no lo hacía menos valioso. Había encontrado su propio ritmo y, sobre todo, comprendió que sus padres y su profesora estaban allí, acompañándolo a cada paso.
Moraleja: «Cada niño es un mundo único, lleno de talentos y necesidades propias. La atención y el amor de sus padres y maestros son la brújula que los guía a descubrir todo su potencial. Nunca es tarde para detenerse y escuchar el ritmo especial de cada niño, porque en esos detalles se esconde la verdadera magia de aprender juntos.»
Este cuento enseña la importancia de la observación y la atención de los padres a los hijos, ellos necesitan ser entendidos con dedicación y paciencia y sobre todo con mucho cariño.
No hay que olvidar a todos los maestros y maestras que miran más allá de las tareas y las notas, que ven el potencial de cada niño y cuidan de ellos con dedicación y amor. Los buenos maestros son aquellos que enseñan más que conocimientos; enseñan a los niños a creer en sí mismos. Porque en sus manos se forma el futuro de cada niño que pasa por sus aulas.»
